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Viejo molino de Álava

Carlos MARTÍN JIMÉNEZ

Hablar de los molinos hidráulicos en Álava es traer a la memoria una parte importante de la historia de nuestros pueblos, historia del día a día que olvidamos con asombrosa rapidez, y que ha durado, no obstante, más de mil años. El molino estaba presente en la comunidad como parte integrante de las necesidades cotidianas. A él se acudía para satisfacer las necesidades alimentarias de personas y ganado de manera inexcusable. Su importancia queda reflejada en la legislación, los procesos judiciales, las canciones y refranes, la toponimia menor y la especialización de oficios que ha generado a lo largo de siglos. Además de todo tipo de grano, molturaron cacao, pólvora, cal o aceitunas. No pocos prestaron su maquinaria como sierras madereras o ferrerías, y muy frecuentemente produjeron luz eléctrica, la primera que llegara a muchas poblaciones. Hoy han sido sustituidos por modernas industrias y han quedado reducidos a ruinas condenados a desaparecer.

Encontramos los primeros molinos documentados en Álava en el río Omecillo, a comienzos del siglo IX, propiedad por donación del monasterio Santa María de Valpuesta. Del tipo de molinos que fueran estos no conocemos casi nada, solo podemos hacer conjeturas. El consumo de grano, aunque importante, más reducido que en épocas posteriores y, sobre todo, la dificultad —tanto técnica como económica— en la construcción de estos ingenios nos dan pie a pensar que no serían muchos los esparcidos por el Territorio. Podemos suponer también que el común de los habitantes seguiría utilizando el pequeño y ancestral molino de mano.

Coordenadas:
42º 51' 09.65 N
2º 44' 57.41 O
Altitud 495 m

Probablemente, durante toda la Edad Media la construcción de molinos —habría que decir mejor ruedas o aceñas— estaría únicamente al alcance de los grupos más poderosos, es decir, los señores. El molino medieval es por lo general una rueda —errota en euskera— caracterizada por una gran cinta —alrededor de 5 m de diámetro— que daba vueltas sobre un eje horizontal unido luego a una pieza dentada para convertir el movimiento giratorio en vertical. Todo el mecanismo, la presa que retenía el agua y hasta el propio edificio eran de madera, con gran cantidad de piezas en la maquinaria, que requería continuas reparaciones. Se ubicaban preferentemente en caudales importantes que les permitieran moler durante todo el año. La construcción de presas así encarecían más aún su coste. Las aceñas se irán manteniendo en Álava hasta finales del s. XVIII, cuando son “reducidas” a molino —bolina, borua, ihera... en euskera— por meras razones económicas. Efectivamente, el desarrollo técnico experimentado en la construcción del cubo o represa y rodete —verdadero conversor de movimiento vertical en horizontal— hará del molino una obra asequible a los habitantes de nuestros pueblos, que se unirán como concejo o como socios particulares para emprender nuevas construcciones en casi cada lugar alavés. Si a este menor coste añadimos la introducción del maíz y la posibilidad de aprovechar ahora los escasos caudales de que dispone la mayor parte de las localidades del Territorio, constatamos una verdadera avalancha molinar. Valga recordar aquí que Álava contaba además con canteras de excelente piedra blanca, para moler trigo, —Lapuebla de Arganzón, Samiano o Torre, en Treviño— y de piedra negra, para el maíz y pienso, en la Sierra de Elgea, Baranbio o Markina.

Los sucesivos conflictos que tienen lugar en el s. XIX —guerra contra los franceses, guerras carlistas— afectarán de forma especial a los bienes concejiles, que habrán de ser privatizados en muchos casos para hacer frente a los continuos impuestos de guerra que los distintos bandos contendientes imponían a las poblaciones. Muchos de los pequeños molinos alaveses —Labastida, Agurain, Aramaio, Ozaeta, Artziniega, Araia, Oteo, etc.— serán enajenados. Por otra parte, las penurias económicas por las que atravesará el estado durante todo el s. XIX harán que los gobernantes pongan su mirada en las propiedades de la iglesia y de los municipios. Son las conocidas desamortizaciones. La última de ellas que afectó a los molinos públicos alaveses se dio en la primera década del s. XX. Desde entonces, puede decirse que la propiedad pública deja de existir sobre estos edificios.

Estas fechas coinciden con la reconversión que sufrieron los molinos, grandes y pequeños, para producir electricidad. Aquí y allá fueron adaptados mediante una turbina para surtir localmente a las poblaciones de fuerza eléctrica. En algunos casos la transformación fue tan radical que llevó a la propia desaparición del molino —en Araia, por ejemplo— para aprovechar únicamente los derechos sobre los saltos de agua.

Otro motivo de la decadencia del molino —y de su desaparición física en bastantes casos— se encuentra en la creación progresiva e imparable a finales del XIX de las fábricas harineras, utilizando rodillos verticales en la molturación de alta productividad. Tal fue el caso de El Áncora de Abechuco, sobre el molino de este lugar, Molinuevo y Cía, sobre los de Zurbano y Gamarra, o la de Ibarrondo, sobre el de Piérola, en Santa Cruz de Campezo, por citar algunos.

Sección del molino de Villanañe. Copia de 1927. Archivo Municipal de Valdegovía Caja 473 nº 7

Sección del molino de Villanañe. Copia de 1927. Archivo Municipal de Valdegovía Caja 473 nº 7.

Finalmente, la falta de uso será la responsable de la mayor cantidad de molinos a partir de la década de los 60. Algunos, pocos en mi opinión, han sido restaurados, bien particulares, de socios o públicos, con meritorio esfuerzo y ayuda de la Diputación, suerte esta que no ha tocado a la mayoría, olvidados, cuya recuperación hoy se antoja imposible.

Para terminar, querría recordar aquí a uno de tantos molinos alaveses, aunque sea de forma somera. Son muchas las personas que conocen y han cantado alguna vez la canción que hace más de medio siglo compusiera Alfredo Donnay al molino de Legardagutxi, en Lermanda. Pocas, sin embargo, las que han visitado sus ruinas. De este molino, al menos, queda un recuerdo en forma de piedra de moler en la plaza de este pueblo.

Fue una rueda de origen medieval, documentada como tal a finales del siglo XVI, y perteneciente por aquel entonces al convento de Santa Catalina de Badaya, de los jerónimos entre 1407 y 1471, primero, y de los agustinos, desde ese año hasta la desamortización de 1818. Durante siglos fue el único edificio que sobrevivió a la desaparición del poblado medieval del mismo nombre.

Es probable que ya perteneciera a los Martínez de Iruña dueños de la casa torre y capilla que donara su propietario Andrés a la mencionada comunidad jerónima al trasladar su residencia a la vecina Vitoria. Esta rueda junto con la cercana de Axpea, en Trespuentes fue dada en arrendamiento hasta el año 1934, en que la compra al Hospicio Julio Armentia. En ella había sido molinero Tomás Castillo desde 1830 al menos, luego su hijo Tomás, y por último Miguel Castillo y su esposa, que son “los molineros ancianos y una nieta a quien adoran” los que conociera Donnay.

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